domingo, 19 de agosto de 2007

La espuma de Vallejo



“¿Cómo estás, poeta?”, me suelta el saludo por el messenger, casi como un grito de alegría, el rapsoda trujillano Bethoven Medina, y yo siento el calificativo tan lejano, injusto, ajeno. “Poeta. El que compone obras poéticas y está dotado de las facultades necesarias para componerlas”, reza el autorizado diccionario de la RAE, y confirmo mis sospechas: desde hace varios meses no me siento un poeta.
Se lo confieso a Bethoven y mi amigo cree entenderme y escudriña, intenta una salida: “Tal vez estás cargado de problemas; a veces es así, Ricardo, si estamos saturados pensamos que la poesía nos ha abandonado, pero ella siempre está presente; cuando sabe que no es su momento, es comprensiva y se duerme por un tiempo”. Mas sus palabras no son ningún alivio. Aunque no creo necesitar alivio ahora sino solo unos oídos que me escuchen, como los de mi buen amigo Bethoven Medina.
Porque lo que siento desde hace varios meses es el vacío, la nada, las palabras muertas (no dormidas) navegando como barcas sin gobierno entre mis venas apagadas. ¿A dónde se les fue la vida?, ¿qué propósito maligno les sustrajo el ánima mientras viajaban por las enredaderas de mi voluntad?, ¿qué demonio ajeno es este que ahuyentó a la belleza de mi prontuario verbal? ¡Estoy perdido!
Mi poema más actual data de hace un año, lo escribí un invierno atrás, azuzado por el viejo proyecto de exorcizar mi vida familiar en un retrato despiadado y catártico. El poemita apareció en algunas revistas y diarios, lo leí con fruición en recientes recitales y lo incluí en la última sección de Un poco de aire en una boca impura, un libro inédito que tengo listo desde aquellos días. Pero allí acabó todo. Luego de eso, la parálisis, la noche, me quedé suspendido en la duermevela de la inconsistencia. Mi pulso no dio más: los temas se apagaron, los motivos sucumbieron, las vibraciones se aplacaron. “Si crees que ya no escribirás más poesía, entonces nunca fuiste un poeta”, remata Bethoven. Y temo darle la razón. Entonces me zarandea la angustia en esta cabina de internet, los pulsos protestan en mis sienes y siento que todo el tiempo fui un farsante, un embaucador de mí mismo.
No atino a nada. “…y está dotado de las facultades necesarias para componerlas”. ¿A dónde se fueron esas facultades, maldita sea, ahora que no tengo otra arma que el silencio?, y no ese silencio que deben tener las lluvias de palabras como reclama Heraud, sino el silencio que ha llenado mi discurso de hendiduras convirtiéndolo en una coladera de espejismos y bostezos. Ya no puedo escribir poesía. Si digo “tacto” mi piel se descamina en la música tenue del adormecimiento, si digo “aurora” empiezo a ceder ante el pobre ocaso de la duda, y cuando intento levantar un bosque de lirios y azucenas siento que me asfixia una estaca en la garganta. En cierto momento cobré valor y me esperancé en la posibilidad de la poesía concreta, aquella que se maneja con códigos visuales, pero fue inútil, nunca eduqué a mi sensibilidad en otros signos que no fueran los de nuestro idioma.
¿Cómo es que el mutismo ha logrado romper en pedacitos los cristales de mi alma? Solo hay una sordina única y magnánima provocando que me desespere por buscar felicidad en estos largos días de adjetivos retrasados. Pienso en este valle ajeno al que he sido expulsado y me pregunto en qué momento me descarriaré, qué muerte prematura me alcanzará en esta patria de afonía indolente.
El papel, la pantalla fulgente, la página en blanco, no son ningún estímulo, sino una mortaja teñida por la tinta seca del pánico, solo están para informes estériles como este, para redactar insulsos borradores o para que funja de académico trazando ensayos sin alma y corazón. “¿Para qué rodearme de un paisaje de alabastro si el amor se hace en el follaje?”, escribía un viejo trovador. Casi lo mismo siento ahora: ¿para qué un idioma cargado de palabras si ya no puedo amar a éstas? Me quedo mudo, anochecido, desértico, sintiendo cómo la poesía es sinónimo de vaguedad y no puedo sentir menos que vergüenza.
El poeta Bethoven Medina ha sido sincero: “Entonces nunca fuiste un poeta”. Me despido de él: cierro el messenger y, silenciando estos minutos penosos, intuyo que el único logro de mis treinta y seis años es el cogollo espumoso que fatiga ahora mis palabras.

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