domingo, 19 de agosto de 2007

Historia de dos manuscritos

Era el verano de 1996 y me encontraba en plena edición de mi primer libro de poemas, Almacén de invierno. Ya había recibido de Lima el texto que iría en la contratapa, y me había empeñado en que las glosas que imprimiría en la primera página debían ser de un poeta chimbotano. Entonces pensé en Dante Lecca. Cuando pregunté por él, varios escritores amigos suyos reconocieron que habían perdido su paradero, y no recuerdo quién me pasó la voz de que trabajaba en la Asociación “Atusparia”.
Fue en la Universidad de San Marcos donde tuve mi primer encuentro con la poesía de Dante, más o menos en el año 90, la tarde en que hallé –en una librería “bazar suelo” de la Facultad de Letras– un ejemplar usado de Diálogo con un orfebre, aquel excelente libro que bien merece ser reeditado como un homenaje a uno de los mejores poemarios peruanos de la década del 80. Luego de leerlo, Dante se fue convirtiendo no solo en uno de mis poetas favoritos, sino en un creador entrañable, y comencé a buscar sus libros como un Diógenes entre las sombras de la enrevesada poesía peruana.
Quizá por eso, cuando por fin lo conocí en persona ese verano del 96 en la oficina de la Asociación “Atusparia”, me pareció que solo estaba reencontrándome con un viejo amigo, de quien ya conocía su espíritu y ahora venía a familiarizarme con su compañía. Rápidamente empezamos a frecuentarnos. Dante visitaba casi a diario a su hermana, en el barrio Dos de Junio, y la casa de mis padres estaba muy cerca, en Los Pinos, donde yo acababa de inaugurar una pizzería para sobrevivir a la crisis.
Comenzó a frecuentar mi pequeña estancia regularmente y allí pudimos tomarnos nuestras primeras cervezas hablando mucho sobre poesía y planificando la presentación de mi libro Almacén de invierno y de su antología personal Piel dispersa, que estaban a punto de salir. Durante ese tiempo conocí su espíritu reacio a darle confianza así nomás a cualquier lector, y por eso me sentí halagado de que me confiara algunos episodios de su vertiginosa vida o que pusiera a prueba mi capacidad “bebedora” en algunas trancas nocturnas que ahora recuerdo con inmensa nostalgia. Pero esos días sirvieron también para que me involucrara aún más con su poesía y pudiera leer El cedro de cemento y Apretón de manos, dos de sus viejos libros que él mismo me prestó.
De aquella amistad con Dante surgieron dos manuscritos que poseo en mis archivos como lo más entrañable de una gran amistad y que quiero recobrar de las sombras porque tienen gran significado para mí. El primero de ellos es un poema escrito durante una noche inolvidable, aquella velada en que presentamos nuestros libros en el auditorio de la municipalidad y que se prolongó en una alta y remota chingana del barrio “21 de Abril”.
Era setiembre del mismo año, y esa noche nos acompañó una de las promociones de jóvenes artistas más vehementes que ha dado nuestro puerto: Amarildo, que empezaba a maquinar la creación del Grupo de Artistas Unidos “Trazo” reuniendo a una pléyade de pintores y escultores chimbotanos; Antonio Mayucayán y Willy Mechán, quienes trabajaban con pasión en el teatro experimental frente al Grupo “Alpamayo”; y, Santiago Salazar y Renato Sifuentes, que emprendían dos murales de tema precolombino en la Universidad del Santa.
La alegría de vivir y crear era nuestra más grande aliada, y el vigor de la juventud nuestra mejor arma. De aquella reunión, quedó como testimonio aquel canto a la vida en forma de manuscrito que el poeta escribió para nosotros y que fue ilustrado por Amarildo. Alguien le propuso escribir un tributo a esa digna noche, y él, desde la soledad de las botellas embriagadas, supo captar el latido de nuestros corazones jóvenes y salvajes. Eran casi las tres de la madrugada, íbamos por la segunda caja de cervezas, cuando ebrios y musicales de optimismo, Dante cantó:

“A velocidad nuestros corazones
como bueyes desbocados.
Nos espera la luna de unos senos inapropiables, todavía no tocados.
Tanta sed, tanta falta de ese acceso a la flor inexistente
que perseguimos en nuestros sueños.

Como a la verdad,
nada nos impide venir a este abrevadero de música
e ilusiones.
Nos han dicho que no podíamos faltar,
a no ser que pase tu voz enamorada por aquí
preguntando por mí, y yo no esté.

Corazones veloces.
El mío en cambio está tranquilo, si bien comparto
vuestras miradas perversas.
Oye, soledad, amor esquivo y trunco, anota esto:
No duermo”.

El segundo manuscrito data de meses después, cuando nuestra amistad se hizo sólida y se nos había hecho costumbre brindar por las mujeres y la vida. Para ese tiempo el grupo se había multiplicado y hasta habíamos recibido la última visita del gran Antonio Salinas, quien una noche nos hizo pensar en nuestra condición de escritores de la manera más despiadada: no había esperanzas, el único remedio ante la empresa literaria era convencerse de que el escritor de raza “siempre va a vivir en la miseria, jamás lo van a comprender, ni va a ser querido”.
Dante nunca estuvo de acuerdo con eso. Él siempre ha creído que el escritor, que el artista en general, puede convivir con el mundo de manera armoniosa; que, inclusive, la escritura nos puede dar la oportunidad de lograr mejores condiciones de vida, pues la sensibilidad que le permite al escritor captar con plenitud el alma de la sociedad, le da el derecho de reclamar mejor trato que a cualquier otro “profesional de la vida”.
Y por eso siento que el entusiasmo de brindar por ella, por la vida, es algo que a Dante nunca le ha parecido ajeno. Al menos siempre lo vi de ese modo. Así se sintiera nostálgico, solitario o herido de amor, Dante supo rebalsar la espuma de su existencia buscando a los pocos amigos con los que ha contado. Puedo decir que en algún momento yo fui uno de ellos, y que cuando necesitó de alguien con quien abrir el corazón de la esperanza o la congoja, pude acompañarlo.
Esto es lo que expresa más o menos el segundo poema, cuyo manuscrito doy a conocer ahora. Era un sábado de abril del 97, y Dante me llamó al teléfono del Diario La Industria. Me esperaba con unas cervezas heladas en la casa de su nueva enamorada, la periodista Manuela Hernández Estrella, quien ahora es su esposa y la madre de tres de sus cinco hijos. Yo sabía que ella estaría con él y por eso también tuve ganas de llevar a mi enamorada de aquel entonces, pero no pude hallar a Kely por ningún lado. Dante notó mi tristeza aquella tarde, y ya cuando la noche asomaba con su espuma negra y viscosa, me obsequió este poema:

“Una canción sobre la mesa

Quedó la nieve en la superficie de la botella,
en el goteo nervioso encima de la etiqueta
una vez despegada.
Y aquel frío nos caló los huesos.

Sonaba en la radio una canción sobre la mesa
que hablaba de amores tardíos.
Todavía quedaban algunas cervezas
para conversar.

Habían, además, mujeres desnudándose sobre
la barra.
Pero el amigo que habíamos llevado para tomar
se había puesto demasiado triste y melancólico.
Yo dije: ese muchacho es como yo
hace como 10 años atrás.
Y no había manera de despedirnos
o largarnos”.

Estos dos poemas no representan para mí sólo lo que expresan, sino que me cuentan la historia de aquellos días en que hice amistad con Dante Lecca, uno de los poetas más leales con la intensidad de la palabra, y uno de los más honestos con el lenguaje de la vida. De allí sus ocho libros de poesía y aquella antología, Piel dispersa, que guarda gran parte de su primer ciclo como poeta comprometido con la historia inmediata de su vida.
Como otros apasionados de la literatura, he seguido sus libros y me siento orgulloso de ser una de las personas que encuentran en él nuevas razones para creer en la palabra y su belleza. Ante cualquier circunstancia adversa, siento que Dante ha creído en la poesía como tabla de salvación, como terapia individual, como actitud de vida. ¿Cómo no creer en alguien así? Por eso es que guardo estos manuscritos como dos trofeos ante la muerte, ante el fracaso o la angustia cotidiana. Ambos poemas son el signo pleno de que la existencia es presencia, tiempo, manifestación de permanencia. Estos dos pequeños manuscritos que siempre me acompañan me dicen que permanezco vivo, y yo se lo agradezco siempre.

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