Mi hermano Azagar
Estas glosas serían un error si me forzara en afirmar que Azagar es mi amigo, porque Azagar es mi hermano, un pariente que la vida me ocultó por muchos años y que brotó de pronto como invocado por un conjuro indescifrable.
Su nombre es el efluvio producido por el cristal del crepúsculo, es antiguo como mi propia historia, una añoranza que un día creció en el pecho de un poeta veterano y que tomó forma humana en las calles de Chimbote. El poeta Azagar me trajo un día esa sensibilidad que es ausencia en mi poesía, porque la sensibilidad es él. Y yo, su secuela.
He contado una vez cómo fue que lo conocí, pero jamás he registrado las horas de conversaciones con él sorteando los desfiladeros de la poesía, caminatas lunares de madrugada con un pisco como única esperanza de que el nuevo día no nos deje abandonados bajo la piel adormecida de su primer bostezo.
En 1995 tuve que irme a Huaraz a trabajar a un juzgado coactivo, y Azagar se fue detrás de mí. Llegó tiritando de angustia (no de frío) para consultarme si podía prestarle mi habitación las horas en que yo la abandonaba para ir a ocupar mi oficina de escribano. Allí se quedaba el bueno de Azagar, en mi cuarto solitario, haciéndolo aun más yermo al sumirse en la hoja en blanco, susurrando sus propias palabras tras los versos de un libro que nunca llegó a publicar pues se le quedó inédito en una inundación provocada por el fenómeno del Niño el verano del 98.
Pero Azagar es de los poetas que no necesitan publicar para que estemos seguros de que lo es. Él es un esteta en tiempo real, un alucinado exudando el humor de ese vértigo que sentimos los mortales cuando estamos frente a un poeta de verdad. Allí está su mirada, extraviada en una imagen literaria aparecida con la misma espontaneidad del humillo que brota cuando soplamos el fuego de una vela; allí está su respiración, entrecortándose con las ideas irreales que lo asaltan dentro de su esfuerzo por saber si la existencia es garantía de realidad; y allí están sus convicciones: atropelladas, impetuosas, pero dignas de saber que la poesía no es una forma de vida, sino la única.
Y más allá de todo, esa ingenuidad del niño que descubre en el camino que la naranja es naranja porque le es agradable al paladar; o que la luz es tal por el hecho simple de entrañar belleza. Ese es Azagar, un hombre inventándose a fuerza de sensaciones y asombro. Sus referentes son las experiencias; y sus conclusiones, las de todo el mundo… pero a su manera.
Su verso tiene la belleza de un día germinado en la impericia, que por la noche se habrá curtido pero no envilecido.
Escribo estas líneas mientras recuerdo su figura aproximándose a mi casa de Chimbote un verano del 96: llega hasta mi puerta por donde me he asomado como si adivinara su presencia y antes de saludar o decirme alguna cosa, se acomoda en el borde de mi pequeño jardín exterior contemplando el horizonte. No tiene palabras para mí, sino solo esa voz que siempre habla dentro de sí y que a veces comparte con los demás: “¿Sabías que el tiempo no existe, que es un engaño?, ¿y que el descubrir su inexistencia es la única fórmula de la inmortalidad?”. Luego vuelve a callar sin quitarle la vista a ese sol que ya es naranja detrás de las Islas Blancas. Y feliz con su descubrimiento, con esa inmortalidad recién estrenada, adopta un gesto apacible, una expresión que estoy seguro será eterna en mi memoria.
Azagar es un poeta de verdad, y ante él solo me resta mantener la distancia del satélite que sigue la rotación esencial de un mundo pleno. Con él no se aprende poesía, se la respira. Su aura es el ritmo de un poema que camina solitario sin esperar nada, pero que va legando el espíritu noble y sencillo de la pureza.
Estas glosas serían un error si me forzara en afirmar que Azagar es mi amigo, porque Azagar es mi hermano, un pariente que la vida me ocultó por muchos años y que brotó de pronto como invocado por un conjuro indescifrable.
Su nombre es el efluvio producido por el cristal del crepúsculo, es antiguo como mi propia historia, una añoranza que un día creció en el pecho de un poeta veterano y que tomó forma humana en las calles de Chimbote. El poeta Azagar me trajo un día esa sensibilidad que es ausencia en mi poesía, porque la sensibilidad es él. Y yo, su secuela.
He contado una vez cómo fue que lo conocí, pero jamás he registrado las horas de conversaciones con él sorteando los desfiladeros de la poesía, caminatas lunares de madrugada con un pisco como única esperanza de que el nuevo día no nos deje abandonados bajo la piel adormecida de su primer bostezo.
En 1995 tuve que irme a Huaraz a trabajar a un juzgado coactivo, y Azagar se fue detrás de mí. Llegó tiritando de angustia (no de frío) para consultarme si podía prestarle mi habitación las horas en que yo la abandonaba para ir a ocupar mi oficina de escribano. Allí se quedaba el bueno de Azagar, en mi cuarto solitario, haciéndolo aun más yermo al sumirse en la hoja en blanco, susurrando sus propias palabras tras los versos de un libro que nunca llegó a publicar pues se le quedó inédito en una inundación provocada por el fenómeno del Niño el verano del 98.
Pero Azagar es de los poetas que no necesitan publicar para que estemos seguros de que lo es. Él es un esteta en tiempo real, un alucinado exudando el humor de ese vértigo que sentimos los mortales cuando estamos frente a un poeta de verdad. Allí está su mirada, extraviada en una imagen literaria aparecida con la misma espontaneidad del humillo que brota cuando soplamos el fuego de una vela; allí está su respiración, entrecortándose con las ideas irreales que lo asaltan dentro de su esfuerzo por saber si la existencia es garantía de realidad; y allí están sus convicciones: atropelladas, impetuosas, pero dignas de saber que la poesía no es una forma de vida, sino la única.
Y más allá de todo, esa ingenuidad del niño que descubre en el camino que la naranja es naranja porque le es agradable al paladar; o que la luz es tal por el hecho simple de entrañar belleza. Ese es Azagar, un hombre inventándose a fuerza de sensaciones y asombro. Sus referentes son las experiencias; y sus conclusiones, las de todo el mundo… pero a su manera.
Su verso tiene la belleza de un día germinado en la impericia, que por la noche se habrá curtido pero no envilecido.
Escribo estas líneas mientras recuerdo su figura aproximándose a mi casa de Chimbote un verano del 96: llega hasta mi puerta por donde me he asomado como si adivinara su presencia y antes de saludar o decirme alguna cosa, se acomoda en el borde de mi pequeño jardín exterior contemplando el horizonte. No tiene palabras para mí, sino solo esa voz que siempre habla dentro de sí y que a veces comparte con los demás: “¿Sabías que el tiempo no existe, que es un engaño?, ¿y que el descubrir su inexistencia es la única fórmula de la inmortalidad?”. Luego vuelve a callar sin quitarle la vista a ese sol que ya es naranja detrás de las Islas Blancas. Y feliz con su descubrimiento, con esa inmortalidad recién estrenada, adopta un gesto apacible, una expresión que estoy seguro será eterna en mi memoria.
Azagar es un poeta de verdad, y ante él solo me resta mantener la distancia del satélite que sigue la rotación esencial de un mundo pleno. Con él no se aprende poesía, se la respira. Su aura es el ritmo de un poema que camina solitario sin esperar nada, pero que va legando el espíritu noble y sencillo de la pureza.
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